Cádiz sueña en colores: Crónica de la gala de apertura del Festival Internacional de Folklore


El aire de septiembre trajo consigo un rumor antiguo que Cádiz parecía estar esperando desde hacía catorce años: el regreso del Festival Internacional de Folklore Ciudad de Cádiz. Y la espera valió la pena. La ciudad entera se transformó anoche en un escenario palpitante, en un mosaico de culturas, en un sueño de colores donde el público fue tanto espectador como protagonista.


El día arrancó con un gesto de hermandad: la recepción oficial en el Ayuntamiento, donde los grupos llegados de distintos rincones del mundo fueron recibidos con palabras de bienvenida y un intercambio de obsequios que ya anticipaba lo que estaba por suceder.

Pero la verdadera magia comenzó al caer la tarde. A las siete, las calles del casco histórico se convirtieron en ríos de música y alegría. El desfile inaugural arrancó en San Juan de Dios y atravesó plazas y callejuelas hasta desembocar en la Plaza de España. El público, fascinado, acompañaba cada paso, cada tambor, cada pañuelo al viento. Había en el aire un ritmo contagioso, como si la ciudad entera latiera al compás de una misma melodía.



Ya en la noche, el Baluarte de la Candelaria vibró con la gala oficial de apertura. El primer golpe de tambor lo dieron los senegaleses de Los Hijos del Sol, que hicieron estallar el escenario con su energía arrolladora: danzas de pies descalzos, tambores que parecían invocar a la tierra misma, voces que se mezclaban con el eco del mar. Fue un comienzo poderoso, casi hipnótico, que arrancó los aplausos al público de sus asientos para acompañar con palmas y vítores.


Tras ellos, Cádiz se reconoció en la fuerza de su propia raíz con la Asociación de Danzas Folclóricas Ciudad de Cádiz, que desplegó todo el sabor local. A continuación, Colombia se hizo presente con la Compañía de Danza y grupo Cultural Identificarte, FUNCET y Renacer Folclórico, ofreciendo estampas llenas de vitalidad y color. El viaje concluyó con la elegancia precisa del PROMNI Folk Dance Ensemble (Polonia), que trajo al sur gaditano la cadencia refinada de Europa del Este.





Cada grupo ofreció más que una danza: regaló un pedazo de su tierra, de su memoria, de su identidad. Hubo magia en los movimientos, sabor en los sonidos, y un constante juego de luces que dibujaba figuras imposibles sobre el mar cercano. El público, entregado, respondía con entusiasmo, como si Cádiz entera se hubiera convertido en un escenario sin fronteras.




El clímax llegó con la unión de todas las delegaciones sobre las tablas: un estallido de colores, ritmos y voces que contenía la esencia misma de la humanidad. Fue entonces cuando Cádiz se reconoció a sí misma como puerto abierto, como ciudad que abraza y que celebra la diversidad.





La noche terminó, pero quedó en el aire esa sensación única que solo el folclore puede provocar: la certeza de que la cultura no tiene fronteras, de que el ritmo une lo que la distancia separa, y de que Cádiz, por fin, volvió a soñar en colores.








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